Ciencia y fe: el origen del
universo Georges Lemaître: el padre del big-bang
Mariano Artigas Publicado en Aceprensa,
79/95 (7 junio 1995)
La teoría del Big Bang, la Gran Explosión que
habría originado nuestro mundo, pertenece a la cultura general de
nuestra época. Originalmente fue formulada por el belga Georges
Lemaître, físico y sacerdote católico. Con ocasión del centenario de
su nacimiento se ha editado un libro que ilustra la vida y obra de
Lemaître1.
Todo el mundo sabe algo de Galileo, Newton o
Einstein, por citar tres nombres especialmente ilustres de la
física. Pero pocos han oído hablar de Georges Lemaître, el padre de
las teorías actuales sobre el origen del universo.
Una trayectoria singular
Lemaître nació en Charleroi (Bélgica) el 17
de julio de 1894, y murió el 20 de junio de 1966. No fue un
sacerdote que se dedicó a la ciencia ni un científico que se hizo
sacerdote: fue, desde el principio, las dos cosas. Desde muy joven
descubrió su doble vocación, y lo comentó con su familia. Su padre
le aconsejó estudiar primero Ingeniería, y así lo hizo, aunque su
trayectoria se complicó porque se pasó a la física y además porque,
en mitad de sus estudios, estalló la primera guerra mundial.
En 1911 fue admitido en la Escuela de
Ingenieros. En verano de 1914 pensaba pasar sus vacaciones yendo al
Tirol en bicicleta con un amigo, pero tuvo que cambiar las
vacaciones por la guerra en la que se vio envuelto su país hasta
1918. Después volvió a la Universidad de Lovaina y cambió su
orientación: se dedicó a las matemáticas y a la física. Como seguía
con su idea de ser sacerdote, tras obtener el doctorado en física y
matemáticas ingresó en el Seminario de Malinas y fue ordenado
sacerdote por el Cardenal Mercier, el 22 de septiembre de 1923. Ese
mismo año le fueron concedidas dos becas de investigación, una del
gobierno belga y otra de una Fundación norteamericana, y fue
admitido en la Universidad de Cambridge (Inglaterra) como
investigador de astronomía.
El observatorio astronómico de Cambridge
estaba entonces dirigido por Sir Arthur Eddington, uno de los
astrofísicos más importantes del siglo XX. Eran unos años muy
importantes para la física. Einstein había formulado la relatividad
especial en 1905, y en 1915 la relatividad general, que por vez
primera permitía estudiar científicamente el universo en su
conjunto. Lemaître siguió las enseñanzas de Eddington y también las
de Rutherford, padre de la física nuclear. En junio de 1924 volvió a
Bruselas, pero ese mismo año volvió a viajar por motivos
científicos, esta vez a Canadá y Estados Unidos. En América, además
de encontrar a Eddington, tuvo la oportunidad de conocer
directamente a algunos físicos que, en aquellos momentos, estaban
realizando trabajos pioneros en las observaciones astronómicas, y
pasó el curso 1924-1925 trabajando en Harvard con uno de ellos,
Harlow Shapley.
Desde octubre de 1925, Lemaître fue profesor
de la Universidad de Lovaina. Abierto y simpático, tenía grandes
dotes para la investigación y era un profesor nada convencional.
Ejerció una gran influencia en muchos alumnos y promovió la
investigación en la Universidad. Además, en 1930 se hizo famoso en
la comunidad científica mundial y sus viajes, especialmente a los
Estados Unidos, fueron ya una constante durante muchos años.
Lemaître se hizo famoso por dos trabajos que
están muy relacionados y se refieren al universo en su conjunto: la
expansión del universo, y su origen a partir de un «átomo
primitivo».
La expansión del universo
Las ecuaciones de la relatividad general,
formuladas por Einstein en 1915, permitían estudiar el universo en
su conjunto. El mismo Einstein lo hizo, pero se encontró con un
universo que no le gustaba: era un universo que cambiaba con el
tiempo, y Einstein, por motivos no científicos, prefería un universo
inalterable en su conjunto. Para conseguirlo, realizó una maniobra
que, al menos en la ciencia, suele ser mala: introdujo en sus
ecuaciones un término cuya única función era mantener al universo
estable, de acuerdo con sus preferencias personales. Se trataba de
una magnitud a la que denominó «constante cosmológica». Años más
tarde, dijo que había sido el peor error de su vida.
Otros físicos también habían desarrollado los
estudios del universo tomando como base la relatividad general.
Fueron especialmente importantes los trabajos del holandés Willem de
Sitter en 1917, y del ruso George Friedman en 1922 y 1924. Friedman
formuló la hipótesis de un universo en expansión, pero sus trabajos
tuvieron escasa repercusión en aquellos momentos.
Lemaître trabajó en esa línea hasta que
consiguió una explicación teórica del universo en expansión, y la
publicó en un artículo de 1927. Pero, aunque ese artículo era
correcto y estaba de acuerdo con los datos obtenidos por los
astrofísicos de vanguardia en aquellos años, no tuvo por el momento
ningún impacto especial, a pesar de que Lemaître fue a hablar de ese
tema, personalmente, con Einstein en 1927 y con de Sitter en 1928:
ninguno de los dos le hizo caso.
Para que a uno le hagan caso, suele ser
importante tener un buen intercesor. El gran intercesor de Lemaître
fue Eddington, quien le conocía por haberle tenido como discípulo en
Cambridge el curso 1923-1924. El 10 de enero de 1930 tuvo lugar en
Londres una reunión de la Real Sociedad Astronómica. Leyendo el
informe que se publicó sobre esa reunión, Lemaître advirtió que
tanto de Sitter como Eddington estaban insatisfechos con el universo
estático de Einstein y buscaban otra solución. ¡Una solución que él
ya había publicado en 1927! Escribió a Eddington recordándole ese
trabajo de 1927. A Eddington, como a Einstein y por motivos
semejantes, tampoco le hacía gracia un universo en expansión; pero
esta vez se rindió ante los argumentos y se dispuso a reparar el
desaguisado. El 10 de mayo de 1930 dió una conferencia ante la
Sociedad Real sobre ese problema, y en ella informó sobre el trabajo
de Lemaître: se refirió a la «contribución decididamente original
avanzada por la brillante solución de Lemaître», diciendo que «da
una respuesta asombrosamente completa a los diversos problemas que
plantean las cosmogonías de Einstein y de de Sitter». El 19 de mayo,
de Sitter reconoció también el valor del trabajo de Lemaître que fue
publicado, traducido al inglés, por la Real Sociedad Astronómica.
Lemaître se hizo famoso.
La fama de Lemaître se consolidó en 1932.
Muchos astrónomos y periodistas estaban presentes en Cambridge
(Estados Unidos), en la conferencia que Eddington pronunció el día 7
de septiembre en olor de multitud, y en esa conferencia Eddington se
refirió a la hipótesis de Lemaître como una idea fundamental para
comprender el universo (Lemaître estaba presente en la conferencia).
El día 9, en el Observatorio de Harvard, se pidió a Eddington y
Lemaître que explicasen su teoría.
El átomo primitivo
Si el universo está en expansión, resulta
lógico pensar que, en el pasado, ocupaba un espacio cada vez más
pequeño, hasta que, en algún momento original, todo el universo se
encontraría concentrado en una especie de «átomo primitivo». Esto es
lo que casi todos los científicos afirman hoy día, pero nadie había
elaborado científicamente esa idea antes de que Lemaître lo hiciera,
en un artículo publicado en la prestigiosa revista inglesa «Nature»
el 9 de mayo de 1931.
El artículo era corto, y se titulaba «El
comienzo del mundo desde el punto de vista de la teoría cuántica».
Lemaître publicó otros artículos sobre el mismo tema en los años
sucesivos, y llegó a publicar un libro titulado «La hipótesis del
átomo primitivo».
En la actualidad estamos acostumbrados a
estos temas, pero la situación era muy diferente en 1931. De hecho,
la idea de Lemaître tropezó no sólo con críticas, sino con una
abierta hostilidad por parte de científicos que reaccionaron a veces
de modo violento. Especialmente, Einstein encontraba esa hipótesis
demasiado audaz e incluso tendenciosa.
Llegamos así a una situación que se podría
calificar como «síndrome Galileo». Este síndrome tiene diferentes
manifestaciones, según los casos, pero responde a un mismo estado de
ánimo: el temor de que la religión pueda interferir con la autonomía
de las ciencias. Sin duda, una interferencia de ese tipo es
indeseable; pero el síndrome Galileo se produce cuando no existe
realmente una interferencia y, sin embargo, se piensa que
existe.
En nuestro caso, se dio el síndrome Galileo:
varios científicos (entre ellos Einstein) veían con desconfianza la
propuesta de Lemaître, que era una hipótesis científica seria,
porque, según su opinión, podría favorecer a las ideas religiosas
acerca de la creación. Pero antes de analizar más de cerca las
manifestaciones del «síndrome Galileo» en este caso, vale la pena
registrar cómo se desarrollaron las relaciones entre Lemaître y
Einstein.
Einstein y Lemaître
El artículo de Lemaître de 1927, sobre la
expansión del universo, no encontró mucho eco. Desde luego, Lemaître
no era un hombre que se quedase con los brazos cruzados. Convencido
de la importancia de su trabajo, fue a explicárselo al mismísimo
Einstein.
El primer encuentro fue, más bien, un
encontronazo. Del 24 al 29 de octubre de 1927 tuvo lugar, en
Bruselas, el famoso quinto congreso Solvay, donde los grandes genios
de la física discutieron la nueva física cuántica. Lemaître buscó
hablar con Einstein sobre su artículo, y lo consiguió. Pero Einstein
le dijo: «He leído su artículo. Sus cálculos son correctos, pero su
física es abominable». Lemaître, convencido de que Einstein se
equivocaba esta vez, buscó prolongar la conversación, y también lo
consiguió. El profesor Piccard, que acompañaba a Einstein para
mostrarle su laboratorio en la Universidad, invitó a Lemaître a
subir al taxi con ellos. Una vez en el coche, Lemaître aludió a la
velocidad de las nebulosas, tema que en aquellos momentos era objeto
de importantes resultados que Lemaître conocía muy bien y que se
encuentra muy relacionado con la expansión del universo. Pero la
situación se volvió bastante embarazosa, porque Einstein no parecía
estar al corriente de esos resultados. Piccard decidió huir hacia
adelante: para salvar la situación, ¡comenzó a hablar con Einstein
en alemán, idioma que Lemaître no entendía!
Las relaciones de Lemaître con Einstein
mejoraron más tarde. La primera aproximación vino a través de los
reyes de Bélgica, que se interesaron por los trabajos de Lemaître y
le invitaron a la corte. Einstein pasaba cada año por Bélgica para
visitar a Lorentz y a de Sitter, y en 1929 encontró una invitación
de la reina Elisabeth, alemana como Einstein, en la que le pedía que
fuera a verla llevando su violón (tocar el violón era una afición
común a la reina y a Einstein): esa invitación fue seguida por
muchas otras, de modo que Einstein llegó a ser amigo de los reyes.
En una conversación, el rey preguntó a Einstein sobre la famosa
teoría acerca de la expansión del universo, e inevitablemente se
habló de Lemaître; notando que Einstein se sentía incómodo, la reina
le invitó a improvisar, con ella, un dúo de violón. Ya llovía sobre
mojado.
Otra aproximación se produjo en 1930, en una
ceremonia en Cambridge, donde Einstein encontró a Eddington. De
nuevo salió en la conversación la teoría del sacerdote belga, y
Eddington la defendió con entusiasmo.
Einstein tuvo varios años para reflexionar
antes de encontrarse de nuevo personalmente con Lemaître, en los
Estados Unidos. Lemaître había sido invitado por el famoso físico
Robert Millikan, director del Instituto de Tecnología de California.
Entre sus conferencias y seminarios, el 11 de enero de 1933 dirigió
un seminario sobre los rayos cósmicos, y Einstein se encontraba
entre los asistentes. Esta vez, Einstein se mostró muy afable y
felicitó a Lemaître por la calidad de su exposición. Después, ambos
se fueron a discutir sus puntos de vista. Einstein ya admitió
entonces que el universo está en expansión; sin embargo, no le
convencía la teoría del átomo primitivo, que le recordaba demasiado
la creación. Einstein dudó de la buena fe de Lemaître en ese tema, y
Lemaître, por el momento, no insistió.
En mayo de 1933, Einstein dirigió algunos
seminarios en la Universidad Libre de Bruselas. Al enterarse de que
Hitler había sido nombrado Canciller de la República Alemana, fue a
la Embajada alemana en Bruselas para renunciar a la nacionalidad
alemana y dimitir de sus puestos en la Academia de Ciencias y en la
Universidad de Berlín. Einstein permaneció varios meses en Bélgica,
preparando su porvenir de exiliado. En esas circunstancias, Lemaître
fue a verle y le organizó varios seminarios. En uno de ellos,
Einstein anunció que la conferencia siguiente la daría Lemaître,
añadiendo que tenía cosas interesantes que contarles. El pobre
Lemaître, cogido esta vez por sorpresa, pasó un fin de semana
preparando su conferencia, y la dió el 17 de mayo. Einstein le
interrumpió varias veces en la conferencia manifestando su
entusiasmo, y afirmó entonces que Lemaître era la persona que mejor
había comprendido sus teorías de la relatividad.
De enero a junio de 1935, Lemaître estuvo en
los Estados Unidos como profesor invitado por el Instituto de
Estudios Avanzados de Princeton. En Princeton encontró por última
vez a Einstein.
Ciencia y religión
Volvamos al síndrome Galileo. A Einstein le
costó aceptar la expansión del universo, aunque finalmente tuvo que
rendirse ante ella, porque sus ideas religiosas se situaban en una
línea que de algún modo podría calificarse, con los debidos matices,
como panteísta. Por tanto, al otorgar de algún modo un carácter
divino al universo, le costaba admitir que el universo en su
conjunto va cambiando con el tiempo. Los mismos motivos le llevaron
a rechazar la teoría del átomo primitivo. Un universo que tiene una
historia y que comienza en un estado muy singular le recordaba
demasiado la idea de creación.
Einstein no era el único científico que
sufría los efectos del síndrome Galileo. El simple hecho de ver a un
sacerdote católico metiéndose en cuestiones científicas parecía
sugerir una intromisión de los eclesiásticos en un terreno ajeno. Y
si ese sacerdote proponía, además, que el universo tenía un origen
histórico, la presunta intromisión parecía confirmarse: se trataría
de un sacerdote que quería meter en la ciencia la creación divina.
Pero los trabajos científicos de Lemaître eran serios, y finalmente
todos los científicos, Einstein incluido, lo reconocieron y le
otorgaron todo tipo de honores.
Lamaître jamás intentó explotar la ciencia en
beneficio de la religión. Estaba convencido de que ciencia y
religión son dos caminos diferentes y complementarios que convergen
en la verdad. Al cabo de los años, declaraba en una entrevista
concedida al New York Times: «Yo me interesaba por la verdad desde
el punto de vista de la salvación y desde el punto de vista de la
certeza científica. Me parecía que los dos caminos conducen a la
verdad, y decidí seguir ambos. Nada en mi vida profesional, ni en lo
que he encontrado en la ciencia y en la religión, me ha inducido
jamás a cambiar de opinión».
Un hecho resulta especialmente significativo
en este contexto. El 22 de noviembre de 1951, el Papa Pío XII
pronunció una famosa alocución ante la Academia Pontificia de
Ciencias. Algún pasaje parece sugerir que la ciencia, y en
particular los nuevos conocimientos sobre el origen del universo,
prueban la existencia de la creación divina. Lemaître, que en 1960
fue nombrado Presidente de la Academia Pontificia de Ciencias, pensó
que era conveniente clarificar la situación para evitar equívocos, y
habló con el jesuita Daniel O'Connell, director del Observatorio
Vaticano, y con los Monseñores dell'Acqua y Tisserand, acerca del
próximo discurso del Papa sobre cuestiones científicas. El 7 de
septiembre de 1952, Pío XII dirigió un discurso a la asamblea
general de la Unión astronómica internacional y, aludiendo a los
conocimientos científicos mencionados en el discurso precedente,
evitó extraer las consecuencias que podían prestarse a
equívocos.
Lemaître dejó clara constancia de sus ideas
sobre las relaciones entre ciencia y fe. Uno de sus textos resulta
especialmente esclarecedor: «El científico cristiano debe dominar y
aplicar con sagacidad la técnica especial adecuada a su problema.
Tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la
misma libertad de espíritu, al menos si la idea que se hace de las
verdades religiosas está a la altura de su formación científica.
Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no
sustituye a sus creaturas. La actividad divina omnipresente se
encuentra por doquier esencialmente oculta. Nunca se podrá reducir
el Ser supremo a una hipótesis científica. La revelación divina no
nos ha enseñado lo que éramos capaces de descubrir por nosotros
mismos, al menos cuando esas verdades naturales no son
indispensables para comprender la verdad sobrenatural. Por tanto, el
científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad
de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe.
Incluso quizá tiene una cierta ventaja sobre su colega no creyente;
en efecto, ambos se esfuerzan por descifrar la múltiple complejidad
de la naturaleza en la que se encuentran sobrepuestas y confundidas
las diversas etapas de la larga evolución del mundo, pero el
creyente tiene la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que
la escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser
inteligente, y que por tanto el problema que plantea la naturaleza
puede ser resuelto y su dificultad está sin duda proporcionada a la
capacidad presente y futura de la humanidad. Probablemente esto no
le proporcionará nuevos recursos para su investigación, pero
contribuirá a fomentar en él ese sano optimismo sin el cual no se
puede mantener durante largo tiempo un esfuerzo sostenido. En cierto
sentido, el científico prescinde de su fe en su trabajo, no porque
esa fe pudiera entorpecer su investigación, sino porque no se
relaciona directamente con su actividad científica». Estas palabras,
pronunciadas el 10 de septiembre de 1936 en un Congreso celebrado en
Malinas, sintetizan nítidamente la compatibilidad entre la ciencia y
la fe, en un mutuo respeto que evita indebidas interferencias, y a
la vez muestran el estímulo que la fe proporciona al científico
cristiano para avanzar en su arduo trabajo.
(1) Valérie de Rath, Georges Lemaître, le Père du
big bang. Éditions Labor, Bruselas 1994. 159
páginas. |